Como mi espejo y mi madre y toda mi familia lo atestiguan , es fácil reconocer a un insomne: esas ojeras de mapache enclenque, el labio inferior caído (cual Angelina Jolie entrada en senectud). Basta observar su expresión: parece un montón de nieve de Holanda sabor M&M's a medio derretir, y si se pudiera introducir a su cabeza, sus pensamientos se antojan dispersos.
El insomnio es traidor, la cama parece tentadora y deliciosa, la computadora parece un sushi con salmón. Uno se acurruca en ella, dichosamente cómodo, y todo empieza pareciendo que todo estaría mejor en otra almohada. Porque hoy SÍ, hoy sí decidí dormir temprano.
Sobreviene el pánico y la mente se persigue a sí misma. Y las inquietudes ¿le di la cena a mi gato? ¿desconecté el regulador? ¿huele a quemado? ¿quien se quedará mis barbies cuando muera?
Tal vez las preguntas extravagantes funcionen: ¿me aprendí los 10 mandamientos en el catecismo? sé que no debemos matar al prójimo, vamos bien. ¿Debo comer, quizás?
Voy a la cocina, y queda una quesadilla de las 8 que cené, ¡Ah! tal vez la gula es un mandamiento del señor.
De nuevo en la cama, me asalta de nuevo la hipocondría, ¿no será ese dolor de estómago un síntoma de tuberculosis?, la una de la madrugada, las dos, las tres, me tomaré mi pastilla para las lombrices.
Duermo a intervalos, ¿en qué sílaba se acentúa mandrágora?, ¿cuál es el origen de la palabra médula? ¿quién descubrió el fémur de Juan?
Milagrosamente regreso a mi mundo de flores de girasol en una pradera en el desierto, pienso que Arjona tal vez ya habló de eso en alguna canción. Y de repente suena el despertador de mi celular Nokia del año del caldo, de caldo de pollo viejito.
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